LAS NARRACIONES DE VICTOR Y MIS REFLEXIONES SOBRE ÉTICA Y POLÍTICA
Oskar Pardo Ramos
Uno de los recuerdos infantiles más vívidos que se mantienen incólumes en mi memoria, se relaciona con la muy especial facultad que tenía mi padre de embelesarnos con la palabra bajo la alucinante narración que nos hacía, a mis hermanos y a mí, de batallas imaginarias que mantenía él contra tigres y cocodrilos monstruosos, de los cuales emergía, indefectiblemente, victorioso y, apenas, con uno que otro rasguño. En las noches calurosas e iluminadas por las estrellas del cielo estival de su finca en las sabanas de Arjona, mi padre se sentaba en un taburete de cuero de res y madera y nosotros le rodeábamos acurrucados en banquitos de palo a escuchar esas fantásticas narraciones, de las cuales no nos queríamos perder el más mínimo detalle. Mientras él nos mantenía alelados con la fuerza hipnótica de sus palabras, nosotros abrazados por nuestra propia imaginación, creábamos el escenario fantástico y allí en medio de este, veíamos como en una aparición fantasmal, al héroe invicto de todas las luchas, Víctor, mi padre.
Hoy, cuando pienso, en su entrañable figura y lo que significó para mí (no me atrevo a decir que también para todos mis hermanos), me embarga la alegría infinita de saber que tuve un padre quien, pese a su poca escolaridad, fue un cristal a través del cual miré las cosas del mundo, tanto por la fuerza de sus palabras –hipnótica, como dije antes- como por el ejemplo de esposo y padre, y me imagino que cómo hijo, hermano, amigo, vecino, etc., que siempre fue.
Pero… ¿a qué viene toda esta evocación? Pues, porque apenas hice contacto con “Ética para Amador” sentí la fuerza imbatible de mi padre hablándome, entre chiste y anécdotas sobre lo humano y lo divino; y ante esa irrebatible experiencia, no hice más que rendirme a la intención irreductible de Savater de soltar su disertación de la ética y la moral de los seres humanos. Al fin de cuentas era como el viejo Víctor hablándome al oído con su lírica indomable. Valga notificar que el discurso de mi viejo no tenía la finura de estilo ni la densa erudición de Savater, pero tenía algo más poderoso y decisivo: a mi padre yo le creía sin necesidad de que me lo pidiera, todo lo que decía era verdad, y para mí, hoy en día, después de tantos aguaceros, sigue siendo verdad.
Evoco ahora el recuerdo de mi viejo porque fue él el primero que me habló del sentido de la vida. Yo estaba tan pequeño como para comprender todo lo que quería decirme, pero a fin de cuentas yo era su compañero de aventuras imaginarias, y sólo yo, tal vez, pienso ahora, tenía la paciencia de oírlo hablar durante ratos tan largos. El también me habló de las cosas que convienen y, especialmente, de las que no convienen. Esto, igualmente, lo hallé en las obras de Savater. En cuanto a esto, pienso que el sentido de conveniencia radica en el paradigma o perspectiva de la vida que tengamos. Cada uno de nosotros tiene un proyecto de vida, -o deberíamos tenerlo-, y dependiendo de ese plan de vida, mediante nuestro concepto de libertad vamos escogiendo los elementos que encajan en ese modelo: los amigos, las parejas, los objetos materiales; vamos seleccionando lo que deseamos con base en nuestro gusto y personalidad, las cosas que reforzarán nuestra forma de vida, o a ese yo que queremos reafirmar. Aquí nos surge una primera preocupación: ¿Cuáles son las cosas que deben rodearnos y acompañarnos durante nuestra vida? Para mí –más no para el avaro compulsivo-es claro que el dinero no tiene valor intrínseco, pues, como sabemos, es sólo un medio para obtener esas cosas que tanto queremos. Aquí siento claramente la voz de mi padre diciéndome: “en nuestro paso por la vida nos llenamos de cosas -inservibles la mayoría de ellas- pero sin las cuales nos sentimos desamparados, humillados, derrotados o frustrados”. Reflexiono entonces que debemos vivir la vida, disfrutando de la bondad de lo simple, de lo natural, y de las relaciones con nuestros congéneres. Yo recuerdo cómo disfrutaba ver llover (y aún más bañarme en los aguaceros) en mis épocas de infante, y sobre todo, recuerdo la indecible alegría de compartir con otros niños los juegos más emocionantes que han existido sobre la tierra, sin disponer siquiera de un juguete no fabricado por nosotros.
Hoy siento una gran nostalgia por mi felicidad infantil, especialmente cuando me abruman los problemas domésticos y laborales. Cuando niño sabía exactamente lo que me convenía, lo buscaba y lo disfrutaba. Hoy no puedo hacer lo mismo, aunque me esfuerzo por reunir el espejo roto de mi memoria, me pierdo en mil laberintos de sucesos infelices, de vez en cuando busco en la oscuridad a tientas mis juguetes de antaño y vuelvo a ver brillando aquel bus de tablas diminuto que me hizo mi padre. Este bus simbólico que hoy me acompaña guarda en su interior el invaluable tesoro de la palabra de Víctor y su noble ejemplo de vida. Más hoy, con el paso de los años me corteja la firme convicción de que hay un sentido en mi vida, un sentido de la felicidad y del bienestar que me impulsan a creer en la necesidad trascendente de hacer felices a quienes comparten conmigo la apasionante aventura de la vida.
Bajo esta perspectiva, siempre he estado convencido de que no existe en nuestras vidas, la del ser humano, un locus de control externo y fatalista . Ya lo dijo Savater la vida humana no está predeterminada, como seres humanos podemos elegir, e inclusive, podemos decidir no elegir como otra opción. Saber que no todo lo tenemos en los genes puede darnos la impresión de creer que tenemos la capacidad para hacer cosas distintas, para elegir la opción de vida que queremos ser. Más, muchas veces nos convencemos de que no somos lo que queremos, sino lo que podemos. Aunque esto puede ser relativamente cierto, pues, realmente estamos condicionados por diversos factores del entorno que no controlamos. No podemos escoger el país, ni la cultura en que nacemos, mucho menos la familia de origen ni la herencia genética con que venimos al mundo. Pero, ya instruidos podemos hacer de nuestra vida una vida rica en conocimientos y en sabiduría, una vida que, además de la nuestra, lleve mucha alegría y felicidad a otras personas, empezando por nuestra propia familia y amigos cercanos. Como seres libres decidimos que queremos hacer de nuestra vida y tomamos una serie de decisiones de acuerdo a esos intereses, planeamos para tener control sobre el camino y el punto de llegada. Ya lo han dicho los aforismos populares: “el hombre es el arquitecto de su propio destino” y “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, una estrategia personal es, entonces, la búsqueda de ese camino, tal como lo explica Oglistri :
“Se podrían distinguir tres actitudes hacia el futuro propio. La primera se refleja en dichos populares como “Matrimonio y mortaja del cielo bajan”, “Nadie se muere en la víspera”, y en creencias de predestinación, aceptación o dependencia de la voluntad divina y otras semejantes, que implican que el futuro está definido, así no lo conozcamos, y que poco puede hacerse por cambiar el destino. Igual actitud de no planear se desprende de vivir el presente, y de reorganizarlo a medida que transcurre. Una segunda actitud es la de planear en detalle, tomar la vida en las propias manos y establecer objetivos y acciones que lleven a esos objetivos a largo plazo. Una tercera actitud sobre el futuro postula que la vida es una secuencia de decisiones y que la persona cambia radicalmente de intereses varias veces a lo largo de su existencia, de manera que debemos ser conscientes de que cambiaremos y planear solamente a mediano plazo, etapa por etapa de la vida”.
En este andar podemos tener la buena o la mala vida de que habla Savater en su obra, para unos la buena vida es el hedonismo a ultranza, sin las virtudes proclamadas por Epicuro, para otros, entre los que me cuento, la buena vida significa algo más que el placer, significa algo más que la satisfacción diaria de lograr las metas personales, es para mí saber que tengo a mi lado todo lo que requiero en la vida para ser feliz y hacer felices a mi familia y a otras personas.
Ahora bien, ¿es la vida un juego de suma cero, en el cual la victoria de unos implica la derrota de otros? Por supuesto que no, visto desde mi perspectiva. Más bien al contrario, vivir bien es hacer el bien, es el reconocimiento del otro y sus derechos, es disfrutar la vida sin perjudicar a nadie; es creer que podemos retribuirle a la naturaleza, un poquito de lo que nos ha prodigado. Vivir bien es compartir los más hermosos sentimientos de nuestra naturaleza humana; es soñar con la posibilidad de hacer algo trascendente, que deje un legado a alguien, aunque sea una enseñanza originada en una vida o una acción ejemplar.
Todo lo anterior nos lleva de la mano a la ética como norma de vida y como práctica. En este sentido ser ético es saber que vives para hacer el bien y para mantener interrelaciones positivas con otros seres humanos; es vivir con la alegría que da la conciencia impoluta del hombre honesto. Ser ético no es ser tonto, en la medida en que te dejes utilizar de otros, ser ético es tener la plena conciencia de nuestros actos y la responsabilidad de poder tomar decisiones que tienen efectos sobre otras personas. Ser ético es convivir en armonía con la conciencia interior, con tus congéneres y con la naturaleza misma, y si se quiere, con la divinidad.
Esta armonía se construye en las relaciones con los demás, en la convivencia social. Muchas de las reglas de juego aplicadas por el hombre para esta coexistencia social están marcadas por el signo de la racionalidad, desconociendo que estamos construidos con material emocional, como dice Savater “El hombre no sólo es una realidad biológica, es una realidad cultural”. En este orden de ideas, no todos los seres humanos somos iguales. Somos distintos, varones y hembras, niños y adultos, europeos y latinoamericanos, y así mismo, norteamericanos, africanos y asiáticos. Hay una admirable y respetable diversidad, que es –óigase bien- cultural más no genética, lo cual debemos comprender con orgullo. Es esta diversidad, lo que hace más interesante las relaciones sociales, y es aquí donde debemos encontrar sentido para construir una sociedad global más humana y respetuosa de las diferencias, no es simplemente tolerar, es aceptar.
Aquí aparecen el Estado y la política como grandes invenciones del hombre para resolver los problemas de convivencia. El hombre en tanto ser racional y a diferencia de los animales, puede decidir sobre las formas de organización social y política que requiere. El animal viene al mundo con un programa fijado por su “tarjeta genética”, y esta, digámoslo así, decide por él. Sin embargo, el homo sapiens, ha concebido formas organizativas sociales y políticas disímiles que le han garantizado, históricamente su superviviencia. La formación de la ciudad y de otros conglomerados humanos han sido productos de la capacidad gregaria del hombre con miras a defender sus espacios y conservar la especie. La organización política, tal como se ve en la antigua Grecia, se instituyó para resolver los problemas del colectivo y no los de un individuo. El Estado, en tanto pacto social como lo concibió Rosseau , era una forma de organización superior para la subsistencia y desarrollo del género humano, empero, ha sido muchas veces utilizado en el sentido contrario, para la protección de los poderosos y el sometimiento de los pueblos. El poder es legítimo cuando emana de la voluntad popular y cuando este poder se utiliza para beneficio del colectivo, la legitimidad existe en tanto quien ejerce el poder está investido y facultado por el pueblo. Miremos, nada más, lo que sucede en una sociedad como la colombiana donde hay una concentración del poder económico en muy pocas manos, lo que trae como corolario la exclusión social, económica y política de millones de compatriotas quienes día a día se debaten en la miseria, luchando bajo la “economía del rebusque” para sobrevivir. De la misma manera, lo natural en nuestro medio es que manden los más vivos, los más ricos, los más y mejor informados, que casi siempre son los más ineptos, al contrario de la concepción helénica.
En una sociedad como la nuestra los conceptos de obediencia y rebelión se han justificado siempre bajo el marco de las exclusiones. Se dice, por ejemplo, que Colombia es un Estado Social de Derecho, y que como tal debe cumplir unos fines esenciales orientados al bienestar y a la prosperidad general, garantizando el acceso a los servicios sociales básicos como la educación, la salud, la vivienda, el transporte, los servicios públicos domiciliarios, la administración de justicia, la seguridad, el transporte público, y otros. No obstante, este modelo de Estado riñe con el modelo económico neoliberal, gran contradicción entre los postulados escritos y la práctica política. Si vivimos en un Estado Social de Derecho ¿Cómo es posible que dejemos a los avatares del mercado (y a su “mano invisible” y perversa) la regulación de los servicios de salud y educación, por ejemplo? Tenemos un modelo de Estado ideal en el papel, mediocre en la práctica, que ha generado mucha pobreza en vez de bienestar; un modelo político que es una caricatura de democracia, ya que no todos tenemos las mismas oportunidades de acceder a los cargos de elección popular, y son estas condiciones excluyentes las que han generado rebelión, una insurrección ideológica con fundamentación política que se volvió fanática e irracional, que a fin de cuentas fue peor como remedio que la misma enfermedad.
Desde esta reflexión, creemos que la política es algo mayor que las elecciones y los partidos políticos. La política es un medio para servir a nuestros congéneres y a nosotros mismos, por ello hay que arrebatársela a nuestros politiqueros quienes nos la han secuestrado. “Estos no entienden de relaciones entre ética y política”, me dijo el viejo Víctor en cierta ocasión.
Ahora bien, partiendo de la naturaleza agresiva del género humano, no es posible pensar en la posibilidad de eliminar las confrontaciones en el corto plazo, por el momento pensemos en los impactos de estos conflictos armados en la sociedad humana, que han transformado sociedades enteras, que le han infligido mucho sufrimiento a la humanidad, pero, al fin y al cabo cada guerra ha traído consigo la posibilidad de repensarnos más como humanidad y la promesa incumplida de construir la paz perenne y el progreso sostenido.
Por otra parte, de la forma más hipócrita se hace proselitismo a favor del Estado en detrimento del individuo, por todas partes se predica la prevalencia del interés general sobre el particular. Vale entonces preguntarnos ¿Hay correspondencia entre lo que el Estado pide y lo que él da? Se pide, por ejemplo, que nuestros jóvenes vayan con el uniforme “camuflado” en nombre de la sociedad a dar la vida por la patria, pero esta patria ¿Si está comprometida con la protección de ellos? ¿Qué es del presente y del futuro de esos jóvenes? Ante estos interrogantes se me ocurre pensar y expresar que el Estado debe estar al servicio del hombre y el hombre al servicio de éste, en una relación simbiótica y productiva, pero la cruda realidad nos muestra al hombre al servicio de la economía y no ésta al servicio de aquel. Por desdicha, la ciencia económica y la práctica administrativa en una actitud tan servil como perversa benefician a los poderosos, dejando de lado el fin superior de las ciencias humanas: la universalización del progreso y las condiciones materiales e inmateriales para el bienestar.
Es aquí, entonces, donde confluyen la economía, la ética y la política. Una organización política debiera ser lo más perfecta posible, permitiendo la participación igualitaria de todos los miembros de la sociedad, bajo criterios de equidad y progresividad; de la misma manera, esa organización política de democracia total, llevaría necesariamente a la democratización de la propiedad y de la misma economía. Esto sólo sería posible con un gobierno en manos de los seres más probos, honestos e íntegros de la sociedad, lo que equivale a decir, de los más éticos.
Una sociedad organizada bajo estos criterios tendrá que crecer no sólo en riqueza material sino en conocimiento y en oportunidades para todos los asociados. Aquí de nuevo, mi padre me habla al oído y me dice: “cuando los gobernantes crean que deben ser servidores y no servidos, que deben ser ayudantes y no ayudados, que deben llevar y no ser llevados, entonces otro gallo cantará”. Empero, una nación debilitada por el individualismo malsano, por la baja calidad de su gestión política y administrativa será fácil presa de la voracidad de los imperios y naciones extranjeras que verán en aquellas pingües oportunidades económicas, tal como lo presentía Simón Bolívar cuando en una de sus famosas Cartas de Jamaica en 1815, manifestó:
“Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes, que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo”.
No obstante, creo que ya empezamos a avizorar ese potencial que necesitamos para construir la patria que Bolívar soñó y algún día será una realidad. Estoy seguro que ya estamos formando a los dirigentes colombianos de esta nueva generación que van a gobernar bajo otros paradigmas, no me cabe duda de que esto será una realidad más cercana de lo que podamos creer. Ese potencial es nuestra niñez y nuestra juventud, ellos están siendo educados bajo patrones muy diferentes y bajo concepciones más totalizantes e integradoras del ser humano. Por ello, no perdamos la posibilidad de sentarnos con nuestros hijos y empezar a soltarles el discurso de la ética y la política (cual el viejo Víctor), pero, más importante que esto es darles buen ejemplo, enseñarles el valor de la democracia permitiéndoles la posibilidad de decidir en el seno familiar y sobre todo, dándoles un verdadero ejemplo de vida como un ejercicio diario de siembra espiritual que, sin duda, rendirá su cosecha en el futuro.
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