Oscar
Felipe Pardo Ramos
Cuando
Ceryl Demian patentaba el acordeón en la gélida Viena del 6 de mayo de 1829, no
imaginaba que su invento iba a ser el centro de la devoción de millones de
seres al otro lado del Oceano Atlántico y, menos aún, que en la plaza principal
de un poblado del caribe colombiano se erigiría una escultura en su honor.
Tampoco
nuestros ancestros africanos en su diáspora forzosa a este ignoto continente desde
el siglo 16, sospecharon que su accesorio acompañante: la tambora, hecha de un
tronco y piel de animal para clamar su desesperada aflicción, fuera a hacer
mixtura con un elemento alpino para deleite de enardecidos parranderos.
Con
esa misma inocencia, los indios chimilas trajeron un instrumento de fricción
fabricado con caña de lata: la guacharaca, para conformar una trifonía excelsa
y nueva, totalmente distinta a los elementos que le dieron origen.
Y tal vez de ellos, los chimilas, en el caribe
colombiano hemos heredado lo más noble de sus costumbres que era el amor por la
música, la cual interpretaban con varios instrumentos aerófonos, idiófonos y
membranófonos de fricción y percusión. Dicen los estudiosos del tema que ellos eran
excelentes músicos y que tocaban magníficamente las gaitas, tanto así, que fueron
capaces de combinar armónicamente la sinfonía musical de la triada flautas,
tambor y guacharaca. Valga recordar que solo a finales del siglo 19, décadas
después de su invención, el acordeón llegó a Colombia por el puerto de Riohacha; siendo los
vaqueros y campesinos de la vieja
provincia del Valle de Upar quienes lo incorporaron a sus
expresiones musicales y poco a poco fueron remplazando el carrizo (flauta de
caña o de millo de los indígenas chimilas) hasta convertirse en el instrumento esencial
del conjunto típico de música vallenata.
Pero,
más allá de esos hechos lejanos, existe la historia reciente de un hombre que
quiso rescatar entre los vidrios rotos de la memoria colectiva, la
representación de una de las más puras constumbres del hombre hispanoamericano:
su capacidad creativa y a través de ésta, la narración de vivencias cotidianas
y la expresión de los sentimientos mediante el canto y la música distintiva de
nuestra región. De esta manera, fue Elías Chamorro Ramos en 2009, a la sazón
Presidente de la Corporación Festival Bolivarense de Acordeón, quien tuvo la
genial idea de erigir el monumento que exhibe orgullosa la linda plaza arjonera
al lado de las torres imperiales de la iglesia, en el mismo sitio donde unas
décadas atrás se paraba religiosamente los domingos en la noche a piropear las
lindas chicas que circundaban la plaza, a falta de un mejor lugar para
divertirse.
Y
no fue casualidad. Quienes conocemos a Elías sabíamos que su paso por la
presidencia del máximo certamen cultural de nuestro municipio, dejaría una
huella indeleble, propia de su impronta emprendedora; Elías, quien como pocos, destila el orgullo de haber nacido en Arjona, también
ha sido pionero en tareas que solo hombres desprendidos de todo interés
material, pueden acometer sin temor al fracaso, como el caso del boxeo en
Arjona, siendo creador, junto al autor de estas líneas, del club de boxeo «Dueños
del Ring» que a fin de cuentas le ha dado a Colombia un campeón mundial y
docenas de campeones nacionales e internacionales, sin mencionar las campañas
filantrópicas que ha conducido con tino y honestidad.
Y
fue él quien pensó que además de la sonoridad de las canciones, el Festival
debía dejarle a Arjona algo más que la emoción y el guayabo de la parranda, de
manera que esculpió en su mente un acordeón inmenso al que le agregó luego caja
y guacharaca, representación de la trietnia intercontinental que somos hoy
genética y culturalmente. Y después de un encuentro, al parecer no tan casual,
con Mario García Martínez, un joven escultor acostumbrado a soñar sobre las
olas del Canal del Dique, la idea tomó la forma imaginada. Y a Mario le bastó
cerrar los ojos un instante para mirar la vida propia contenida en las piedras,
el yeso y el concreto y con la magia de sus manos le infundió ese hálito vital
que solo tienen las grandes obras de arte.
Pero,
viéndolo bien, ¡qué vaina!, faltaba algo importante: un artista representativo
de nuestra idiosincrasia arjonera, un cultor de la música nuestra, de esos parranderos
incansables que aguantan de todo, desde el mal pago hasta la burla de los
amigos, pero que en el fondo se reconocen como verdaderos artistas. Y Elías le
dijo a Mario: «falta el mejor cajero de
Arjona, el que siempre está dispuesto, al que le vibran las manos cuando suena
un acordeón… y no puede ser otro que Jorge Luis Torres, el popular Machicha».
Y
en efecto, allí estuvo con la caja entre las piernas, acariciándola con sus
manos de prestidigitador experto hasta que un mustio viernes santo, más triste
que todos los demás, una horda de vándalos alicorados decapitaron su estatua,
en un burdo acto que simboliza un verdadero obelisco a la estupidez y la
ignorancia. Sin embargo, esta absurda acción, no demolerá jamás la imagen
impoluta de un monumento que es hoy un elegante ícono de nuestro municipio, ni
el sitial de honor que ocupa el Machicha en el arte musical, ni menos el sueño
incólume del emprendedor de siempre que es Elías Chamorro. Y aun así, se
muestra imponente para orgullo de los arjoneros, especialmente, cuando
forasteros visitantes posan a su lado para una foto inolvidable.
Por
eso, Elías, el mundo sabrá por siempre que en la plaza principal de Arjona
existe un monumento: acordeón, caja y guacharaca, que más que un homenaje a
nuestra música, representa la fusión de tres continentes para alegrarnos la
vida con algo más que un vallenato, el propio símbolo de tu amor por Arjona.
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